Llevo casi dos meses ausente. Porque no leo. Porque no puedo concentrarme más de dos minutos. Tengo la mente en otra parte. Me voy a Japón.
Tengo un ebook. Lo he llenado de libros gratuitos. Uno de viajes de Darwin. Galdós. El Príncipe. Muchos relatos de Dickens. De Mark Twain. La Eneida. Bastantes más. Voy por poco tiempo.
Antes de ayer, tumbada en la cama, pensé en El maestro de Go. Me lo llevo. Volveré a leerlo. Voy a ir a Kamakura, a presentar respetos. A compartir, a rogar, a hablar con una lápida. También me llevo En el país de los dioses. Para que Hearn me haga compañía. Para no sentirme estúpida.
Ir a Japón no es bajar al portal a abrir la puerta si no funciona el telefonillo. Es lo que yo quiera que sea. Como un chicle, por ejemplo. Lo voy a poder estirar, doblar, hacer globos con él, explotarlos, saborearlo e incluso tragármelo si quiero. Es la primera vez en mi vida adulta que tengo tanta libertad. Pero lo más importante no es la excitación por fingir ser otra persona en un país desconocido. Lo mejor es la posibilidad de ser yo misma.
Por primera vez voy a desear con libertad unos labios húmedos que se desprenden de una armónica. Y un cuello sudoroso con un lunar. Y varios más en hilera, debajo del ojo derecho. Y un ceño fruncido que sufre y una boca descomunal.
Por ejemplo.
Qué importante es el deseo.