Para escribir sobre El tiempo escondido voy a fingir que es la primera novela que he leído de Joaquín M. Barrero y que lo he hecho por primera vez. De ese modo evitaré tener que hablar sobre lo malo de repetirse en todo lo que uno escribe, funcione o no.
Este autor, que empezó a publicar cuando tenía más de sesenta años, tiene dos cualidades tan positivas para mí que están por encima de cualquier otra consideración literaria. La primera tiene que ver con el barrio de la Arganzuela de Madrid, barrio en el que se crió Barrero. También en el que yo crecí. En El tiempo escondido es un personaje más, sobre todo la zona que va desde la plaza de Legazpi hasta el Paseo de Yeserías. El matadero municipal, por ejemplo, ahora centro cultural, en mi niñez era un parque más o menos apañado al que los jóvenes íbamos a darnos el lote. En la de Barrero era lo que su nombre indica, el edificio de la carne. Cuando yo era niña patearse la calle era un modo de divertirse, así que, como el autor, yo también conozco cada esquina de la Arganzuela. Leer una novela en la que los lugares descritos son como tu casa es al mismo tiempo extraño y reconfortante.
La segunda es la sobresaliente capacidad narrativa de Barrero. Cuenta historias de la guerra y de la posguerra utilizando un señuelo en forma de detective del siglo XX (que se llama Corazón) al que piden que investigue la aparición de dos esqueletos en una iglesia asturiana. Siempre me han gustado las historias de la guerra. Probablemente porque he oído pocas. Mi abuela materna contaba una de una gallina que ponía huevos de oro en su pueblo de cuya veracidad dudo. Mi abuela paterna se subía a los tejados de las casas de Madrid para ver cómo «peleaban» los aviones. Pero esto solo lo sé de oídas porque cuando yo nací ella ya había fallecido. El resto es mutismo. Supongo que porque duele recordar lo que otros rememoraban. Por segunda vez, las historias de Barrero me hacen sentir como en casa. Y se lo agradezco.
El resto de consideraciones las guardo para otras novelas.