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La leyenda de la isla sin voz de Vanessa Montfort

La leyenda de la isla sin vozDespués de leer los primeros capítulos de La leyenda de la isla sin voz me pregunté lo que suelo cuestionarme cuando un escritor elige a un personaje ilustre como protagonista de una de sus novelas: ¿por qué? En este caso, añado otra más: ¿por qué precisamente Charles Dickens, que ha protagonizado otra novela no hace mucho y al que no le sienta nada bien la caracterización? La autora lo explica en este artículo. Al parecer su interés estaba más enfocado hacia la historia de la isla Blackwell (ahora Roosevelt). Situada enfrente de Manhattan, en el siglo XIX era el hogar de los deshechos sociales de la ciudad. Dickens estuvo allí en su primer viaje a Estados Unidos y en sus Notas de América criticó duramente el concepto de libertad del país. Dos más dos son cuatro.

Mi problema es que no tengo ningún interés en Charles Dickens como personaje. Creo que no es justo que se suplante su personalidad, que se inventen partes de su vida, que se escriban palabras que jamás salieron de su boca o que se le retrate como héroe romántico. Por otro lado, me parece un recurso fácil y de poco mérito. La mitad de la novela ya está escrita gracias a una excusa, a un escritor ilustre y a otra técnica que también encuentro muy irritante: la de mencionar hechos históricos simultáneos protagonizados por otros personajes reales con el fin de crear un contexto para la novela. O con un fin que desconozco.

En ese momento, en otra ciudad, Agapito McMahon acababa de inventar la polea con ruedas que supondría el gran paso que la humanidad necesitaba…

¿Qué es lo que aporta algo así? Como digo, todos los problemas que tiene la novela son también problemas míos. Como siento que me está tomando el pelo, me importa un pito lo que le ocurra a todo el elenco de internos de la isla y a Dickens, y para terminar, soy incapaz de valorar cualquier otro aspecto literario. Con lo buenos que son algunos libros de investigación…

El viaje

En el país de los diosesLlevo casi dos meses ausente. Porque no leo. Porque no puedo concentrarme más de dos minutos. Tengo la mente en otra parte. Me voy a Japón.

Tengo un ebook. Lo he llenado de libros gratuitos. Uno de viajes de Darwin. Galdós. El Príncipe. Muchos relatos de Dickens. De Mark Twain. La Eneida. Bastantes más. Voy por poco tiempo.

Antes de ayer, tumbada en la cama, pensé en El maestro de Go. Me lo llevo. Volveré a leerlo. Voy a ir a Kamakura, a presentar respetos. A compartir, a rogar, a hablar con una lápida. También me llevo En el país de los dioses. Para que Hearn me haga compañía. Para no sentirme estúpida.

Ir a Japón no es bajar al portal a abrir la puerta si no funciona el telefonillo. Es lo que yo quiera que sea. Como un chicle, por ejemplo. Lo voy a poder estirar, doblar, hacer globos con él, explotarlos, saborearlo e incluso tragármelo si quiero. Es la primera vez en mi vida adulta que tengo tanta libertad. Pero lo más importante no es la excitación por fingir ser otra persona en un país desconocido. Lo mejor es la posibilidad de ser yo misma.

Por primera vez voy a desear con libertad unos labios húmedos que se desprenden de una armónica. Y un cuello sudoroso con un lunar. Y varios más en hilera, debajo del ojo derecho. Y un ceño fruncido que sufre y una boca descomunal.

Por ejemplo.

Qué importante es el deseo.

El último Dickens de Matthew Pearl

  Lo mejor de esta novela es que está dedicada a los profesores de literatura del autor. Ellos siempre se merecen un regalo de sus diamantes pulidos. Uno de los míos se llamaba Julián Chicano. Un día me regañó sorprendido porque estaba leyendo Drácula de Bram Stoker. Me pregunto qué hará ahora cuando vea los crepúsculos y los amaneceres de sus alumnas. Si se tirará de los pocos pelos rizados que le queden…

Perdón por el chascarrillo, pero es que me resulta algo difícil explicar por qué no me ha gustado esta novela. Dejémoslo en la típica cuestión de gustos con algunos argumentos en contra. Toda la historia se centra en la pregunta de qué habría pasado si las seis últimas partes de la novela sin acabar de Dickens, El misterio de Edwin Drood, hubieran estado escondidas y no sin escribir, como parece que en realidad ocurrió. Hay una mezcla de personajes de ficción, los más interesantes, y de personajes reales, más planos que un folio y una trama que los une que es un poco pestiño. (Curioso, el ejemplo de la RAE de una de las acepciones de pestiño es «Esta novela es un pestiño».) Excepto Dickens, la situación de las editoriales en Gran Bretaña y en Estados Unidos y algún que otro chascarrillo (y van dos), el resto es mediocre y muy prescindible en la vida de una persona.

Parece que este autor tiene sus seguidores, que ha escrito varios libros del mismo estilo, resucitando a autores importantes, pero a mí no me convence. Y no porque los best-sellers no me gusten, que haberlos los hay, sobre todo en ciertos momentos de mi vida, sino porque no ha alcanzado ninguna de mis partes sensibles y porque nadie me va a apear de la idea de que los personajes son tan finos como un folio (y van dos). La prueba de todo esto está en que cuantos más adjetivos huecos y vacíos utilizo para hablar de una novela, menos me gusta y menos capaz me siento de explicar por qué.