La buscadora de perlas de Jeff Talarigo

  Es la segunda vez que, sin esperarlo, la lepra aparece en una novela que leo sobre Japón. El título de esta es La buscadora de perlas, pero podría haber sido El zapatero o El herrero, ya que a las cuarenta páginas el oficio de la protagonista pasa a un segundo plano y la enfermedad lo ocupa todo. Por tanto, el nombre es engañoso. Y ya puestos, yo no la consideraría una novela con todas las letras porque le falta lo fundamental: una historia.

La buscadora de perlas, la señorita Fuji (probablemente Fuji-san en japonés, como el monte sagrado) entra por primera vez en la leprosería de la isla de Nagashima a los diecinueve años en el año 1949 y allí permanece hasta que se convierte en anciana. Fin. Su gran valor es el de ser testigo de la evolución de la enfermedad, de su tratamiento y de la marginación social a la que fueron sometidos los enfermos. Los capítulos son cortos, tienen nombres de artefactos que despiertan recuerdos y poco más. Fuji-san tiene que cambiarse de nombre, su familia la rechaza, se siente sola, se convierte en enfermera del centro, asiste en los abortos provocados por los médicos, intenta mantener contacto con otras islas y sufre castigos por ello. Pero, a mitad de la novela, cuando las autoridades sanitarias empiezan a ver la enfermedad con otros ojos, el testimonio de Fuji-san pierde interés. Y como no hay hilo argumental, el final resulta un poco torpe.

Todo esto no significa que lo que cuenta Talarigo no sea terrible, pero hubiera sido igual de impactante en un ensayo, en un relato con testimonios de enfermos o incluso en un tratado médico sobre la lepra. Que no exista diferencia entre una novela y los demás géneros, la convierte en una «no-novela». Con personajes planos, sin desarrollar, meros testigos, una buena documentación y muy poco más.