El retrato y la muerte de Virginia de la Cruz Lichet

El retrato y la muerte  En el pasado, cuando un ser querido moría, los que velaban su cuerpo pedían a un profesional que sacara una foto del cuerpo antes de ser enterrado. Los motivos eran varios pero solo dos importantes. Lo primero que hay que tener en cuenta es que la muerte no era algo tan ajeno. Era rutina. El que perdía a un hijo, a un hermano o a una madre quería tener una imagen suya como recuerdo, «para no olvidar su cara». Por qué no sacaban una fotografía de esa persona en vida es una pregunta que nos hacemos ahora pero que no se formulaban entonces. No se podían permitir tener miles de fotos y escogían gastar el poco dinero del que disponían en la última imagen posible. Segundo, les servía como documento notarial. Si uno enviaba a las Américas la fotografía del fallecido (o un álbum del entierro), podía esperar con seguridad un envío de dinero para pagar todos los gastos.

Todas esas fotografías han llegado hasta nosotros porque la muerte lo deja todo atrás, pero no fueron hechas para la galería. Formaban parte de la intimidad familiar. Hoy se conservan en manos de coleccionistas (algunas cuestan muchísimo dinero) y en vitrinas de museos etnológicos. Se estudian, se analizan y se catalogan. Las poses obligadas forman parte de movimientos artísticos. Como ángeles, como la Alicia de Carroll. Aquí tenemos un álbum recuerdo del entierro de una joven llamada Josefa Ogea Sisto y en ésta otra podemos observar cómo la luz incide sobre el perfil. El trabajo de Virginia de la Cruz Lichet es impecable y muy respetuoso.

Mi aficción por este tipo de fotografías es heredada y, al mismo tiempo, inexplicable. Una vez compartí mi vida con un hombre que rondaba y al que rondaban. No espíritus inexistentes sino recuerdos de la infancia en un cementerio. Me contagió la melancolía y ahora solo siento ternura cuando las miro. Ojalá los demás lo entendieran así también.

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